Costa Rica un paríso tropical para visitar

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Después de atravesar la Cordillera Central de Costa Rica, un agreste paisaje de quebradas y empinadas pendientes que en realidad son laderas de volcanes cubiertas densamente de selva tropical de montaña, el paisaje se suaviza a medida que se avanza por Sarapiquí para llegar a la llanura de Tortuguero. Es entonces, al bajar del autobús que trae cómodamente desde San José a los visitantes, cuando al acabarse la carretera comienza la aventura realmente. Una lancha en el río espera y mientras los equipajes se acomodan en su parte trasera las orillas de un verde intenso se levantan como una frontera que solo puede ser atravesada por el río. Su contemplación se promete emocionante en las dos horas que a través de ríos y canales uno se adentra en el rincón más selvático de la costa caribeña, por lo que popularmente se le conoce como la Amazonía costarricense. Prácticamente inhabitada hasta el siglo XIX, la selva de este tramo de litoral atlántico permaneció virgen ante la llegada de los pescadores caribeños. Ellos fueron los que le dieron nombre a este cinturón vegetal que abraza una costa arenosa por la que tienen especial querencia las tortugas verde y laúd, las más grandes del mundo, que regresan cada año a depositar sus preciados huevos en las arenas playeras de este territorio selvático hoy protegido como Parque Nacional. Pero la playa aún es invisible y la barca sigue navegando paralela a la costa por el ancho cauce del río Tortuguero entre altísimas palmeras de rafia de las que cuelgan lianas como mantos. Mientras, el aire saturado de humedad va acostumbrando a los recién llegados al abrazo estrecho del ambiente selvático. Un par de tucanes atraviesa las copas de los árboles con su vistoso colorido, las garzas inmóviles en las orillas a la espera de su presa y las anhingas secan sus alas al sol de la tarde como abanicos después de la última zambullida. Selva La vida entre la espesura vegetal bulle en esa selva que limita la visión haciendo tan misteriosos como invisibles a sus habitantes. Los manatíes se esconden en el verdor de las aguas, pues este es su último refugio en Costa Rica. Cualquier fugaz movimiento entre el verdor puede ser el de un puma, tal vez un tapir, o quizás la rápida zambullida de una tortuga de río, un caimán o alguna nutria de río. La boa, a pesar de su enorme dimensión, pasa desapercibida entre los troncos y el follaje. Bajo el agua se esconden más de 50 especies de peces y el tiburón toro encuentra en este laberinto de agua y vegetación un buen reducto para reproducirse. La fuerte corriente marina que surca la costa hacia el norte impide que los ríos desemboquen en el mar y por ello originan este laberinto de canales en los que el agua fluvial ha ido dejando sedimentos y con ello formando la barra que los separa del mar. Cuando el río se abre no es para entregarse al mar sino para extenderse por la laguna de Tortuguero en uno de cuyos extremos encuentra por fin su desembocadura marítima. Es en los bordes de la laguna donde el poblamiento disperso asoma en aislados palafitos, pues se sustentan sobre pilares. Como única referencia urbana surge el pueblo de Tortuguero. Una sola calle, a la que asoman todas sus viviendas, así como los centros de servicios comunitarios, componen su relajado ambiente por el que incluso es habitual deambular descalzos. Junto con los pueblos de Parismina y Barra del Colorado son los únicos núcleos habitados dentro del parque; aunque estén separados entre si nada menos que por unos cincuenta kilómetros de agua y selva. Tortuguero El pueblo de Tortuguero ostenta un ajetreado ambiente sobre todo en los estíos y a pie de playa. Y no es tanto por los ritmos tropicales que surjan de algún bar local, sino porque las hembras de tortugas marinas llegan a desovar en sus arenas aprovechando no solo la oscuridad de la noche sino la influencia de la luna llena. Algunas como la tortuga verde alargan su anidamiento hasta octubre, mientras que la laúd más conocida en la zona como baula solo acude en los meses estivales. Acompañados por guías del parque se permite el acercamiento para observarlas saliendo lentas pero resueltas entre el oleaje. Avanzan atravesando la playa salvaje con sus enormes dimensiones hasta las proximidades de la vegetación donde excavan con sus patas traseras un profundo hoyo antes de depositar sus huevos. Un emocionante espectáculo de la naturaleza al que ni siquiera la ensordecedora lluvia que cae como una tromba, afortunadamente al llegar al lodge, puede acallar. Mientras el agua repiquetea en las hojas de las plantas y árboles que envuelven cada habitación a modo de palafito del lodge Pachira el sonido de la selva se silencia. Pero solo dura los minutos de la caída torrencial de agua. Después vuelve a estallar un sinfín de sonidos desconocidos que hacen aún más vívida la reciente experiencia entre tortugas. Cuando el día despunta los monos aulladores se encargan de notificarlo con sus conversaciones a través del dosel de selva. No obstante conviene encontrar el amanecer ya en el bote partiendo hacia los canales para así descubrir las aves que esconde el follaje. No menos atractivos son los atardeceres en los que el frescor y los nuevos descubrimientos de vida salvaje alivian la pesadez del aire saturado de humedad. Las horas centrales del día son ideales para aprovechar alguno de los senderos por los que se recorre la selva o para dejarse llevar por la adrenalina de recorrer el bosque tropical mediante una tirolina vertiginosa entre las copas de los árboles. Al abandonar Tortuguero de nuevo la tierra firme acoge a los visitantes a través del extenso cantón de Sarapiquí. De los indios votos, quienes le dieron su denominación, se guarda una magnífica huella de sus casas de techumbre vegetal y creencias de vida en el Centro Neotrópico de Sarapiquí. Ladera arriba es el río La Paz con su abrupta cuenca cubierta de bosque nuboso el principal atractivo. Un paisaje que hace sentir que el ‘pura vida’ con el que saludan los oriundos es algo que se vive durante cada instante que permanezcamos en el país.

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