Es la pequeña porción sobre el nivel del mar de una gran formación montañosa submarina de origen volcánico, cuya base está en el suelo oceánico a más de 4.000 metros de profundidad. En su evolución geológica, la Tierra nos regaló esta joya atlántica accesible para pocos que hoy sigue siendo tan fascinante en su paisaje como seguramente lo fue hace 12 millones de años cuando se creó. La frase “soy una privilegiada” retumbó en mi cabeza como un mantra silencioso durante mi estadía en la isla principal, más grande, única habitada y homónima del archipiélago Fernando de Noronha. Fue difícil hacer foco porque todo, desde lo más micro a lo más macro, era digno de contemplación. Fue difícil registrar el segundo a segundo porque la acumulación de sensaciones y estímulos para los sentidos conspiraba contra guardar algo puntual en la memoria. Al final, las arenas blancas y las rocas rojizas, el agua esmeralda y turquesa y el cielo diurno y nocturno, los picos y los llanos, las aves y los peces, los roedores y los delfines, los reptiles y las tortugas, los aires de mar y montaña, decantaron en mí para emerger como una sola cosa. Escribir sobre ello es otra historia. Por suerte me acompaña la evidencia gráfica, y no son necesarias mis torpes palabras para describir lo que me resulta indescriptible. Para el resto, allá vamos. Pensar que alguien puede haberle dicho “infierno” a este paraíso me deja atónita. Pero lo fue. Fernando de Noronha era y es apetitosa desde el punto de vista estratégico militar, por lo que fue “cortejada” y ocupada, con mayor o menor suerte y por períodos más largos o más cortos, por franceses, ingleses, holandeses y, por supuesto y con derecho imperial, portugueses. Durante más de 200 años y en dos momentos históricos diferentes funcionó como presidio. De ahí el infierno, porque como sucede en cualquier isla transformada en cárcel, todo es más terrible si se le suma el aislamiento territorial y la forzada convivencia permanente entre presos y custodios. En la segunda guerra mundial fue la base militar de los brasileños, y así funcionó hasta la década de 1980. Durante la segunda guerra mundial también fue base de estadounidenses. La playa (bien) elegida por ellos para descansar fue bautizada Praia do Americano. Mientras la recorría, me imaginaba a los militares con el uniforme a medias, descalzos, desalineados y quemados por el sol, con esa cuestión –que el cine en mi opinión se ha encargado de ilustrar tan bien– del ocio playero y expectante de los soldados, de esa suerte de hibernación previa a la acción. De las distintas funciones que tuvo Noronha hay vestigios arquitectónicos desperdigados por ahí. De los pobladores originales del siglo XX hay terceras y cuartas generaciones. Cuando se les pregunta sobre el tema, los noronhenses nativos bromean pícaros sobre su linaje “misterioso”: ¿seré descendiente de preso o de militar, qué te parece? Haciendo equilibrio En Noronha hay playas de mar de dentro que son las que están en la costa que mira al “continente” brasileño, y otras de mar de fora, que están del lado que mira a África. (Mi preferida, pero eso es una cuestión de hilar fino en gustos, es la Baia dos Porcos, en el mar de dentro.) Y hay miradores por donde se mire. Ya sean construidos o naturales, señalados como tales o simplemente existentes, todos exhiben orgullosas postales del entorno, de las playas, de los acantilados. Así que cuando me propusieron hacer rappel me pregunté qué más podía ver desde Piquinho, el “hermano menor” del morro do Pico, la mayor altura de la isla que parece recibir cuando uno aterriza en la pista del aeropuerto. Y vi. Suspendida en el aire, agregué una perspectiva más a la gran cantidad de ángulos de visión que ya había tenido. Subir y bajar; andar por trillos y pasarelas construidas con material reciclable; y hasta descender por un agujero en la piedra volcánica poniendo un pie tras otro en dos tramos largos de escalones de metal, inmerso en la oscuridad y la humedad de la entraña de la Tierra, para emerger en la luminosidad de una playa increíble, Sancho: uno siente que está siempre buscando la estabilidad, como si fuera equilibrista. Y en mi opinión, algo parecido sucede en la isla hoy en día. Entre lo mutable y lo inmutable, lo erosionable y modificable y lo que debe permanecer a la buena de la naturaleza, entre ser un destino turístico y una reserva para la preservación y el estudio de la fauna, Noronha vive en constante equilibrio. Y vaya que lo consigue. Desde que en la década de 1980, el archipiélago volvió a formar parte del estado de Pernambuco, todo cambió, desde la forma de ser administrado hasta la migración que empezó a llegar, pasando por los objetivos que se proponen el Estado y sus habitantes. Hay tres vuelos diarios a Fernando de Noronha. Dos desde Recife, capital de Pernambuco, que está a más de 500 kilómetros de distancia;y el otro desde Natal, capital de Rio Grande do Norte, que está a más de 300 kilómetros de distancia Ricardo Araújo, jefe del Parque Nacional Marino Fernando de Noronha (funcionario de carrera designado por la ICMBio, órgano ambiental del gobierno nacional brasileño), explicó rápida y claramente que “el archipiélago está 100% formado por unidades de conservación protegidas por el gobierno brasileño. 70% es Parque Nacional, del que soy jefe. 30% es Área de Protección Ambiental, que es una unidad de conservación un poco menos estricta y es donde las personas viven. En esta última el estado de Pernambuco tiene un jefe administrativo y es responsable de pavimentación, basura, entre otras cosas. Nosotros en ICMBio somos responsables de aprobar emprendimientos, por ejemplo cada casa que se construye la tenemos que aprobar. No somos responsables de la ejecución directa en esta área, pero hacemos una gestión compartida y tenemos un proyecto integral con el gobierno de Pernambuco”. Y ese equilibrio se logra, entre otras cosas, restringiendo el ingreso de turistas. A Noronha llegan en promedio 450 turistas diariamente. Y sale la misma cantidad. El máximo posible, por hospedaje, infraestructura y servicios, se da en Año Nuevo cuando en la isla hay en promedio 1.000 turistas. Para entrar, el Parque Nacional cobra una tasa de ingreso de 130 reales para extranjeros y de la mitad para brasileños. Además, el turista debe pagar una tasa diaria, TPA, de 42 reales, que sube exponencialmente a partir del décimo día de su estadía. Para pocos. Exclusiva. Para cuidarla. El paraíso tiene precio para el visitante. Y para el habitante también. El precio de vivir en el paraíso Ni siquiera los brasileños pueden decidir irse a vivir a Noronha y caer así nomás. Brasileño o no, se debe hacer un trámite legal bastante exigente, hay que tener una oferta de trabajo, un lugar donde vivir y un empleador o socio que se haga “responsable” por uno y que ya habite en la isla. O hay que casarse con alguien que habite allí. Cuando nos enteramos de esta salida (o entrada, en realidad) “fácil”, con la gente del grupo con el que viajaba empezamos a mirar “con otros ojos” a todos los solteros que se nos cruzaban en el camino. En broma. O no tanto. Sin embargo, conocí a un empresario que vive en Noronha desde hace 23 años, dueño de posada, restorán y supermercado, que hizo el camino inverso al que nos proponíamos nosotros. Zé María recordó: “Vine enamorado a pasar un fin de semana con una garota, y troqué la garota por la isla. Una bella troca, óptima”. Para que se imaginen quien hizo semejante declaración, Zé María es una especie de Papá Noel hippie y playero (ahora que lo pienso, imagen ideal para el señor de los regalos acá en el hemisferio sur) con una labia y un don de showman proverbiales. “Al segundo día de estar aquí me dije ‘voy a vivir aquí’ y dos años después lo hice. Yo era director comercial de una empresa que tenía 3.000 funcionarios en Pernambuco. Vendí todo lo que tenía, y me volví pescador y eventualmente empresario. Troqué los valores. Cambié la camisa y la corbata por la camiseta, el pantalón por una bermuda y los zapatos por sandalias havaianas.” No parece haberle ido nada mal con el cambio. Historias de amor arrebatado por Noronha hay muchas, aparecen en todos lados, como el lagarto tejú azul. Por ejemplo, otro empresario noronhés, director del Proyecto Navi (que utilizan dos barcos especiales de los que hay pocos en el mundo con fondo de vidrio para ver la vida submarina sin necesidad de mojarse) y de su Museo de los Tiburones, me señaló las fotografías que están en las vigas del sector de café al aire libre que tiene en el museo. “Yo cazaba tiburones, me dedicaba a la industria pesquera, y ahora mirá, convivo con ellos, los fotografío y los contemplo. Un buen cambio, ¿no?”. Parece que la mudanza a la isla implica mudar cuestiones propias. Cambiar el chip, diríamos los citadinos. Como madre, no pude dejar de preguntarme qué hacen esos niños criados allí, aislados del mundo “real” y a la vez protegidos del mundanal ruido. O mejor, qué hacen los padres. Y pregunté por todos lados. Las estrategias difieren, cuando se terminan las opciones educativas en la isla algunos los mandan a Recife a seguir sus estudios, otros al extranjero, otros directamente empiezan a trabajar. No me imagino esa clase de desprendimiento del hijo, aunque en realidad no se aleje mucho del que pueda llegar a tener que hacer yo en el futuro. De las aproximadamente 3.500 personas que viven en la isla, entre 2.000 y 2.500 son nativos o llevan viviendo allí más de 10 años. Ninguno, pero ninguno de verdad, de los que me crucé o con los que hablé tenían aspecto de estarlo pasando mal, o de estresados, o de deprimidos o de conflictuados. Está bien, soy turista, fui por unos días, veo lo mejor de lo mejor de un lugar. Pero en Noronha no hay mucho lugar donde esconder lo peor de lo peor. Que sea habitado, al menos. Me veo a mí – bichito de oficina y actual reina de la inactividad física a mucha deshonra– yendo a la par del guía mientras escalo a pie para hacer rappel, buceando a la par de una tortuga verde, nadando largo y tendido a mar abierto sin cansarme, y me pregunto por qué el cuerpo no tiene memoria especial para esos momentos en que uno es una sola cosa integrada y armónica. Sin embargo, la memoria de la cabeza sí funciona de esa manera, porque cada vez que recuerdo mis días en Fernando de Noronha reaparece el mantra silencioso. Soy una privilegiada. La casa y la pesca Si bien son pocas en plazas, tanto las opciones de hospedaje como las de salir a comer son bien diversas y singulares en Noronha. Para hospedarse, hay desde habitaciones en casas de familia hasta posadas lujosas con todos los servicios. Para comer, acá va mi experiencia en lo que para mí son las dos puntas del espectro gastronómico noronhés. Empiezo por la Palhoça da Colina de Tinho, un concejal de día y anfitrión de noche que recibe en su propia casa y tiene un máximo de 12 comensales, aproximadamente. Uno llega a un espacio alumbrado con velas y decorado con flores con techo de paja y una mesa larga muy baja con sendos almohadones a sus costados. Hay que sacarse los zapatos, acostumbrarse a la media luz y acomodarse de la forma más grácil de la que se es capaz. Cuando dejamos de pensar en hacia dónde enrollar los pies, Tinho y una muchacha ofrecen tragos y comienzan lo que para mí fue una danza de sabores, colores, aromas. La parrilla está al aire libre, a unos metros. Allí se cocina el plato principal, la pesca del día (pescada por el propio Tinho) asada en hojas de bananero y varias verduras con sus cáscaras. De vuelta en la mesa, obviamente hay farofa y varias salsas, una sopa bien gustosa y buena conversación en distintos idiomas, ya que uno comparte con quien haya ido a cenar allí, en diversos idiomas. Sigo por el festival gastronómico del restaurant de Zé María. Y otra vez aparece el hombre que sabe cómo transformar todo en un espectáculo o en una historia de película, del que ya hablé en el artículo. Zé María propone la superabundancia en tenedor libre. Hay una mesa grande, por la que pasan y quedan y una cantidad de platos asombrosa, que van desde el sushi hasta la feijoada, pasando por creaciones del propio Zé María y de su chef. En algún momento de la noche, además de ir desabrochando el cinturón para aprontarse para la contienda, hay que aplaudir a Zé María que, micrófono en mano, da la bienvenida a los presentes y avisa, por las dudas, que cualquier cosa que se acabe de la mesa de autoservicio será repuesta. Menos mal. Cuando llegan los postres, el hedonismo gastronómico explota. fUENTE sEIS GRADO eL oBSERVADOR
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